El mar, nunca le vi el chiste a esto del mar. Una cosa plana llena de agua, con olas, que moja, no sé, no me parece tan relevante la verdad. A Dori le gustaba, le encantaba, claro que también le “encantaba” yo y se piró con el sudaca ese, argentino, pero sudaca.
Y aquí estamos, yo, un tipo que odia el mar, junto a sus cuatro amigos del alma a punto de meternos en un barcucho para costear el puto Parque Natural de Cabo de Gata. Fantástico. ¿Y por qué? Supongo que por lo de la catarsis, por lo de enfrentarse a los propios fantasmas, por lo de asumir el presente y olvidar el pasado, o por alguna coña froidiana que le diera tiempo a estudiar al gilipollas éste en los dos años que cursó de psicología. Porque esto ha sido idea de Mario seguro, lo han planteando los cuatro, pero fijo que Mario sugirió la excursión, y como los demás son retrasados mentales, pues hala, a imitar a Jack Cousteau. Y yo se lo agradezco, quiero decir que es de agradecer que tu gente se preocupe por tu depresión y quiera ayudarte a olvidar a la única chica que has querido, quiero decir, a la única mala pécora que has querido, pero joder, ¿no podríamos habernos ido de borrachera y luego de putas? No. Había que visitar el último sitio donde Dori y yo estuvimos juntos, por lo de la puta catarsis y los fantasmas esos. Pues menos mal que el fin de semana de la ruptura estuvimos en Almería y no en Irak visitando Babilonia, porque si no veo a Mario pidiendo permiso a los americanos, amén de suníes y chiítas, para que no disparen mientras su amigo realiza la catarsis de los cojones.
Sí señor, aquí estamos, en el puñetero embarcadero de mierda de este pueblucho de mierda abrasado por el sol. Claro que Dori no lo veía así, para ella, resultaba la última idílica aldeíta pesquera amenazada por el sombrío leviatán del turismo y su fruto, la desaforada destrucción de la costa mediante el hormigón y el ladrillo. He de reconocer que Dori siempre tuvo una visión más novelesca de la realidad que yo, de hecho era algo que siempre me criticaba, mi pragmatismo. No sé, para mí era un pueblucho sin infraestructuras, sin empleo, envejecido y francamente feo, ¿qué iba a decir? ¿No acepté venirme a vivir junto al mar por ella? ¿Tenía además que gustarme? Si veía a un par de jubilados expescadores de manos encallecidas y rostros desdentados, ¿tenía que decir que eran la viva imagen de Ulises? Si veía un montón de exiguas barcas de madera roída pudriéndose en la sucia arena, ¿tenía que decir que estábamos frente a la flota griega? Si veía cuatro casuchas de adobe erosionadas por el tiempo y la miseria, ¿tenía que decir que aquello era El Pireo? ¡Joder! Supongo que si fuera un puto argentino, podría decir, “ché boludo, qué pueblo más chévere”, y ya está, no significaría una mierda pero como lo digo con una entonación sudaca pues queda de un sensual y epicúreo de lo más apropiado. Hay que joderse.
Bueno, parece que mis amigos ya han elegido el velero en el que vamos a dar el paseo romántico, se llama, “paquita”, o al menos eso dice la desgastada pintura de su costado. Muy elegante, “paquita”, un nombre tomado de la Odisea sin duda, sí señor, a primera vista podría parecer el vulgar diminutivo de la parienta de nuestro octogenario capitán, pero esa sería la apreciación de un pragmático negativista como yo, en el caso de llamarte Dori o ser sudaca, “paquita” es el nombre real de Penélope, y cualquier revisionista helenístico no tardará mucho en descubrirlo. Hay que joderse.
Total, que el lustroso velero en el que nos disponemos a surcar los mares es más bien un cochambroso bote de pesca pilotado por un reumático fumador compulsivo cuyo impetuoso párkinson amenaza con tirarle por la borda. Qué bonito. Tengo la esperanza de que no flote. Nos hundimos y punto. Ni catarsis, ni fantasmas, ni octogenario con parkinson, ni pollas en vinagre, simplemente este cascarón se hunde y me ahorro la dolorosa recreación del último día que Dori y yo estuvimos juntos. ¡Dios, concédeme este deseo y dejaré de ser ateo!
No hay suerte. Por ahora el “Titanic” navega. Habrá catarsis y tendré que seguir siendo ateo.
La visión de la costa y el aire salado podría resultar una reminiscencia sentimental, por las veces que navegué con Dori, digo. Lo del vaivén de las olas, lo del aislamiento entre esas tres moles infinitas que son tierra, mar y cielo, lo del sonido del agua rompiendo contra proa. Sí, supongo que podría comenzar la catarsis, podría recordar la belleza de Dori, la suavidad de su dorada carne, la calidez de sus susurros, pero… hay un problema, resulta complicado junto a Matusalén y cuatro masculinizantes hombretones en una cubierta oscilante de dos metros, no sé, si al menos se hubiesen pintado los labios y depilado las axilas.
Y la cosa es que no me atrevo a decirles que esto es una gilipollez, que vamos a pasar un mal rato para nada, que no me creo los rollos del Freud ese, que estoy viendo que si esto no funciona, Mario, me obliga a reconocer que estoy enamorado de mi madre y que quiero matar a mi padre, o al revés. No sé, quizá debí ser más firme y no prestarme a esto, en el fondo tampoco somos tan amigos, amigos de curro, quiero decir que el que tiene por amigos a los compañeros de trabajo es que no es capaz de tener amigos por la vía ordinaria. Pero yo tengo una excusa, como tuve que “desprenderme de mis ligaduras urbanitas” como mis amigos de toda la vida para ir al puto mar, pues claro, tuve que reemplazarlos por estos hermanos de sangre a los que donaría un riñón sin dudarlo. Hay que joderse.
Lo mismo pasó con lo del trabajo. Quizá yo fuera “un alienado subproducto del sistema capitalista” o “un consumista teledirigido en una ciudad opresiva y deshumanizada”, pero era un subproducto que un sábado por la noche podía elegir entre fútbol, cine o un restaurante coreano, aquí… aquí sólo hay puestas de sol, una y otra vez, puestas de sol, puestas de sol, ¡pero qué coño tienen las puestas de sol! ¡Joder! Cuando estaba rodeado de humos, de atascos y de cancerígenas antenas de móviles sabía quién era, era un alegre urbanita al que la comida basura le produciría una angina de pecho antes de los cincuenta, ¿y qué? Qué placer hay en vivir hasta los cien años cuando lo más excitante de tu cotidianidad consiste en observar las olas lamer la playa, ¡las olas! ¡Por Dios! Si las olas son todas iguales, una igual a la anterior, y la anterior igual a la siguiente, y no dejan de llegar, una tras otra, una tras otra, ¿Cuánta marihuana hay que fumar para encontrar en eso “el rítmico sonido de la naturaleza primigenia”? ¿Hay que ser argentino para percibirlo? ¿Los de Vallecas tenemos vetada esa percepción?
Mientras superamos la primera cala de roca viva y arena calcinada recuerdo lo que decía Dori de que “el mar encierra el secreto de la vida”, observo la ondulante superficie azul, y sólo veo agua salada, supongo que Dori poseía una espiritualidad y una visión con muchas más dimensiones que la mía, quizá por eso me volvía loco, quizá por eso no quedaba bien ser informático de sistemas de una multinacional imperialista yankee con sede en una populosa ciudad, no, era mucho mejor abandonar las materialistas comodidades y venir a buscar el mar. El mar, el puto mar. Claro, mucho mejor entrar a trabajar como policía local en una plantilla de cinco miembros en un pueblucho donde lo más excitante es ver a un turista despistado aparcar en doble fila. Genial. Así puedo sustituir a mis amigos de la infancia y a mi familia por estos cuatro analfabetos funcionales para que me acompañen de catarsis en el barco de Popeye cuando la hippy de la que estaba enamorado, y por la que había abandonado mi vida, me deje por un puto sudaca naturista que lleva un arco iris tatuado en el culo. Hay que joderse.
Hay están, junto conmigo, el televisivo cuerpo de policía en su totalidad del último pueblucho costero almeriense de pluviosidad cero sin un campo de golf de riego diario. El terror de la delincuencia internacional, mafia rusa incluida. Dori dijo que no estaba mal ser funcionario del ayuntamiento con tal de estar cerca del mar, claro, mucho mejor que ser pescador en un mar sin peces o agricultor en una tierra sin agua, sí, visto así podría ser representante de la ley en un pueblo sin ley, como en el viejo Oeste, salvo que este pueblucho por no tener no tiene ni delincuencia. Ser policía aquí es como tener pezones, no sé para qué coño me sirven. Y ahí es donde Dori, molesta, siempre preguntaba si acaso lo de analista de sistemas era vocacional, pues no coño, pero al menos no tenía que llevar gorra, aunque lo de llevar pistola no está mal, por lo de poder “matar” el aburrimiento, digo. Pero si hablamos de vocacional, yo tenía algo vocacional, escribir, sí joder, me gustaba escribir relatos, de hecho era de las pocas cosas que Dori salvaba de mi negativa personalidad. ¿Y qué pasó? Que tampoco le gustaba como escribía, que si muchos tacos, que si un lenguaje excesivamente soez, que si demasiada vulgaridad en las formas, pero coño, que eran textos contemporáneos, con un lenguaje contemporáneo, ¿qué tenía que poner, “excelso” y “egregio” cada dos renglones? ¿Y en vez de “joder” poner “cáspita” o “jopé”? Así que se terminó el escribir, porque como ella era mi correctora y no paraba de cuestionar mis formas literarias, y sin ella yo escribía “esclavo” dos de cada tres veces con equis pues…
Y ahí está el mar, lo incriticable, la intocable gran creación divina, lo tabú, reflejando el sol, qué primor, qué excelso, qué egregio. Y ahí está Mario junto con sus dos años de universidad a distancia, sentado sobre una madera que apestará a pescado aún después de podrida, convertido en el más ilustrado paleto del contorno, observándome de reojo por si alcanzo algún estado de éxtasis catatónico que denote que expulso el fantasmal hechizo de Dori. Si señor, resulta tranquilizante que nos lidere un tipo que es virgen a sus cuarenta años, que vive con su madre, y que todos los días intenta explicarnos el misterio de la Trinidad. Y es que tras esas gafitas y ese rostro blanquecino de curilla tiene que haber un tío peligroso, de esos que como resulte que al terminar el rememorante paseo turístico aún no haya olvidado a Dori, me ata a la cama y me realiza un exorcismo satánico de esos, ahogándome con agua bendita. No sé, siempre me ha puesto nervioso la gente aparentemente buena. Para Dori no, para ella Mario era una persona pura, aislada en un entorno puro, repleta de unos valores que aunque discutibles resultaban puros. ¿Puro? Puro el que habría deseado meterle a ella ese santurrón reprimido, que yo veía cómo la miraba, pero claro yo era un celoso patológico y un escritor soez así que… bueno, pues nada, digamos que Mario anhelaba en secreto poseer fervorosamente la pecaminosa carne de mi amada junto al primigenio mar. Hay que joderse, digo, hay que fastidiarse.
Y ahí está, el guaperas de Jose, conteniendo el vómito agarrado a una sucia maroma preguntándose qué coño hace aquí. Con él al menos no hubo dudas sobre su deseo de tirarse a Dori, fue lo primero que me dijo cuando me conoció y lo primero que le decía a ella cuando íbamos de cañas juntos. Dori se reía, lo consideraba inofensivo, no sé qué de que perro ladrador poco… follador sería. Un tipo gracioso el Jose, siempre bromeando, ¿o no? No sé, como yo era un cascarrabias posesivo pues quizá no le pillaba la gracia, ella sí, Dori reía y reía con las impertinencias y salidas de tono de mi amigo policía. Yo era un escritor soez, pero si el musculado Jose relataba, con todo lujo de detalles, su experiencia en el puticlub de carretera la pasada noche, Dori se meaba de risa. Tenía que entenderlo, decía Dori, se trataba de un tío campechano, sincero, espontáneo, pero sin maldad, claro, cómo iba a tener maldad si se había criado junto al mar, ¡ah claro! No había caído, el mar, había olvidado que la sal marina purifica las mentes, hay que joderse. Y le daba igual que le contara que el muy cabrón se había tirado a toda fémina menor de cincuenta años en un radio de diez kilómetros, incluyendo varias esposas de compañeros. Habladurías, cotilleos paletos, cosas de pueblos pequeños, esa era la respuesta de Dori. Bueno, pues nada, ¡correteemos todos en pelotas por la virginal playa con el culo tatuado!
Mientras sorteamos otra pequeña playa encajonada entre mastodónticas verticalidades de piedra tallada por el viento, observo a Vicente impávido, con ese gesto de bóvido resignado. Vicente no sabe qué significa catarsis, y no creo que le importe, está aquí porque los otros han venido, simplemente. Se trata del único de nosotros que no se marea porque al ser hijo y nieto de pescador tiene el culo pelado de tanta mar. Un tipo primario el Vicente, con ese rostro tostado del analfabeto funcional obligado por la necesidad. Un hombre con la miseria de sus antepasados tatuada en las facciones, en su porte, en sus ademanes. Un bruto, un bárbaro, un ser primario y puro en palabras de Dori. Un tipo hecho de mar y por tanto merecedor de un respeto reverencial por parte de mi chica. El hijo de la naturaleza, el nacido del titán, que se interna en el mar para arrancarle sus riquezas a vida o muerte, una lucha épica que habría emocionado a Homero. Sí, así era para Dori, Vicente era la reencarnación el héroe troyano, poco importaba que fuera un misógino analfabeto, conjuntamente con un racista impenitente, y un homófobo recalcitrante que la miraba libidinosamente. No importaba. Si yo criticaba el mar era un “insensible eslabón de la cadena de montaje capitalista”, pero cuando Vicente decía que el mar era miseria y que sus manos destrozadas por las redes así lo atestiguaban, era la expresión franca de un ser primitivo, y por tanto inocente, que al no haber conocido más que el paraíso tenía momentos de desazón producto del desconocimiento de la maldad exterior. ¿Desconocimiento? ¿La maldad exterior? ¡Por Dios que aquí había televisión! Si no, de qué Vicente iba a decir que nos invadían los inmigrantes si este pueblucho era el único del litoral al que por no llegar, no llegaban ni pateras. Y es que si Vicente decía que los maricas eran unos enfermos, las tías inferiores y las peruanas feas de cojones, se trataba de “la concepción primigenia de un ser tan puro que se encontraba sojuzgado por sus instintos primarios”. Cojonudo. Es decir, un troglodita del siglo veintiuno aficionado a la zoofilia y al que en la ciudad ella escupiría, pero que como vive junto al mar es hijo de Poseidón y por tanto un ilustrado. Eso sí, si yo decía que los argentinos eran todos unos cuentistas salidos, resulta que era un racista inculto incapaz de apreciar el aporte pedagógico de otras culturas. ¿Racista? Pero si los jodidos argentinos son más blancos que yo, y además qué coño era eso del “aporte pedagógico”, porque en el caso de mi chica “aporte pedagógico” supongo que significó la enseñanza de nuevas posturas sexuales junto con el sexo tántrico ese de los cojones. Y es que hay que joderse con el mar, con los argentinos y con la catarsis de los huevos.
Mientras continuamos costeando el dichoso mar permanece en una calma tal que se asemeja a un infinito espejo, es una pena, una buena tempestad y esta entrañable masa de agua nos estrellaría contra los afilados salientes de esta desértica costa torturada por la erosión, así no tendría que continuar con esta dolorosa catarsis. Eso sí, se perdería una honorable representación de la especie humana, un deprimido, un octogenario roído por el párkinson, un curilla vocacional, un chuloputas, una bestia iletrada, y Luís.
Luís es el jefe de funcionarios policiales, lo que sería Harrison en “Los hombres de Harrison” pero en versión paleta. Es el más veterano y el que ha dado el visto bueno a lo de la catarsis de marras. Se mantiene en proa como si fuera Heracles guiando a los suyos por las procelosas aguas del Egeo. Claro que Luís también es un amante marido padre de siete hijos, amén de alcohólico, ludópata, consumidor ocasional de drogas, y socio del Atleti. Yo diría que es el típico ejemplar amargado que produce un pueblo como éste. El aislamiento, la soledad, el tradicionalismo, hacen que te cases a los dieciocho con tu novia embarazada de diecisiete, así que eres un adolescente padre de familia, alguien te enchufa en el Ayuntamiento y día tras día repites el mismo movimiento circular de existencia. Van llegando hijos y te comienzas a preguntar qué coño has hecho en la vida, miras hacia atrás y estás casado desde que recuerdas, tienes hijos desde que recuerdas, es como si sufrieras condena desde la pubertad, así que intentas buscar algo excitante que dé color a tu grisácea vida, bebes, juegas, vas de putas y tomas coca ocasionalmente. Ese es Luís. Para Dori, era el tipo que no había visto nunca el mar, el culo de mi chica sí lo había visto a juzgar por cómo lo miraba pero el mar no, y eso por lo visto era una pena, a Dori le daba pena. Cada vez que hablaba con él, Luís miraba sus pechos en vez de sus ojos, y eso a ella le daba pena. Si un tipo se hubiera comportado así en la corrompida ciudad, Dori le habría dado una hostia tras llamarle enfermo depravado, pero como Luís vivía junto al mar y había tenido la desgracia de no verlo, porque según ella vivía de espaldas a él, pues era digno de pena, lo que significaba que en vez de mandarle a tomar por culo, había que invitarle a cenar como si fuese una especie de drogata al que hay que rehabilitar. Dori se había propuesto que Luís mirase el mar y dejase ese autodestructivo modo de vida, y Luís… Luís se había propuesto tirársela, lo que ya no sé es si mirando al mar. Y yo tenía que presenciar cuál de los dos ganaba su personal competición. Fantástico. Hay que joderse la guerra que puede dar una cosa tan simple como el mar.
Supongo que ya nada de eso importa. Estamos llegando al final del itinerario, la cala semisecreta a la que únicamente se puede acceder por mar, allí donde Dori y yo nos sumergimos por última vez. Pasado el último farallón de piedra negra aparecerá el pequeño abrigo de aguas cristalinas y arena brillante, nuestro lugar, el escondite donde hicimos el amor docenas de veces, junto al mar, con el mar, en el mar. Es un lugar especial. Había magia en él. En aquel punto justo, en el instante en que nuestros cuerpos se fusionaban los elementos de la vida se aglutinaban, el agua, la tierra, el aire, el fuego de nuestra pasión, y un quinto elemento, la carne, nuestra carne.
Ya hemos llegado, el endeble y apestoso barco dobla la cresta de roca ígnea que hace las veces de portón y ahí está, ahí está el lugar donde Dori se sumergió por última vez. Ahora todos ellos me observan.
Quizá ahora dejen de preguntarme dónde está Dori, quizá ahora me quiten las esposas, quizá ahora termine la catarsis.